El modelo educativo imperante consiste en encerrar en un espacio reducido a un grupo de niños de la misma edad, para que desarrollen las mismas aptitudes: treinta niños escuchando a un maestro sentando cátedra sobre lo que él sabe más que sobre lo que a ellos les pueda interesar y necesitan aprender para situarse más tarde en la vida. Se trata de amoldarlos a un modelo concreto; no de una convivencia entre una variedad de personas de edades y aptitudes parecidas, desarrollando caminos personales y colaborando entre sí para ayudarse mutuamente y como grupo. Los avances realizados en la digitalización de los bancos de datos y conocimientos permitirán, con el tiempo, individualizar la oferta educativa, en lugar de digitalizar lo obsoleto, como ocurre en la mayoría de los centro educativos.
Este modelo crea, inevitablemente, condiciones competitivas extremas. Los niños se comparan constantemente unos con otros. No aprender a apoyarse a colaborar ni a dividir las tareas. Todos sirven para lo mismo llevando a cabo tareas idénticas; no aportan nada específico al grupo, ni desarrollan sus cualidades personales, ni valoran las diferencias, ni se responsabilizan de su entorno, sus compañeros o su propio aprendizaje, y compiten por la atención del mismo profesor. Si se pretende formar adultos que sepan colaborar, éste es el peor sistema posible.
Los niños extraen de las comparaciones sus conceptos de normalidad y éxito. Sin embargo, se sabe que en el mundo adulto uno de los grandes escollos para ser feliz es la manía de compararse con los demás, que genera frustración e inseguridad.